Artículo en Ámbito Financiero del economista Aldo Abram. 

Algunos industriales han planteado sus quejas sobre un supuesto retraso cambiario. Pero habría que entender a qué se refieren, ya que suele ser a que el tipo de cambio no es lo suficientemente alto como para compensar la ineficiencia de su empresa. En realidad, podemos definirlo en términos sencillos como que el poder de compra de un dólar en el mercado local es percibido como bajo. Esto no es raro. De hecho, desde el 17 de diciembre de 2015, cuando salimos del cepo y el tipo de cambio se ubicó en $14, el valor de la moneda estadounidense a nivel internacional cayó alrededor de 20%. O sea, debería comprar menos acá y en todo el mundo.

Por otro lado, en la medida que todavía siguen existiendo gran cantidad de restricciones a la importación que disminuyen la demanda argentina de divisas, tampoco es extraño que su poder adquisitivo local baje. Si se quiere que suba, hay que abrir la economía mucho más para aumentar la demanda de divisas; pero las presiones son para cerrarla. Lo cual sin duda es contradictorio y, por ende, absurdo.

Si alguien logra que protejan a su sector, éste puede sobrevivir a un tipo de cambio real demasiado bajo para su competitividad. Sin embargo, hunde aún más el valor local de las monedas extranjeras; por ende, a los sectores exportadores y a otros que compiten con importables que no fueron protegidos. Para generar un dólar de producción ineficiente (no puede competir con las importaciones), se desalienta la producción de los exportadores, que son eficientes. Si en nuestro trabajo priorizamos hacer aquello en lo que somos más improductivos, difícilmente logremos progresar. Como país pasa lo mismo, fomentar producción ineficiente desincentivando la de los eficientes termina disminuyendo el bienestar del conjunto de la comunidad. Lo malo es que hay economistas que piensan que pueden hacer magia y terminan empeorando las cosas.

Si cerramos la economía, permitimos que los productores locales puedan vendernos productos caros y peores; ya que no tienen que competir con los bienes que se ofrecen en el exterior. De esta manera, en la Argentina, todos esos productos serán caros respecto a lo que valen afuera y eso no tiene nada que ver con el tipo de cambio. En vez de poner a los empresarios al servicio de los consumidores, el proteccionismo pone a la gente al servicio de engrosar las ganancias de empresarios ineficientes. Otro absurdo.

No cabe duda que otro factor que hace caro los productos en la Argentina es el mayor costo tributario, laboral, regulatorio y de logística que gestaron nuestros gobiernos; lo que afecta también a los productos importados. La producción nacional de autos es un ejemplo que, más allá de ser una industria que en su mayor parte es viable con grandes restricciones a la importación, sufre una presión tributaria elevadísima. O sea, los vehículos son carísimos en el país por ambos factores, protección e imposición. Pretender resolver las comentadas causas del alto “costo argentino” con una devaluación es un placebo coyuntural, que baja los costos internos momentáneamente, y luego deja una resaca peor que la de antes.

Un caso clarísimo de encarecimiento por prebendas sectoriales es el del precio mínimo del crudo y el alto valor fijado para el gas, para favorecer la producción local. Menos energía importamos, menos dólares se demandan y, por ende, menos conviene producir divisas (exportar) o sustituir otras importaciones. Además, se elevan los costos internos de producción de las demás actividades, por lo caro del flete o de los insumos derivados del petróleo, haciéndolas menos competitivas y bajando su producción. También, se le quita demanda a otros sectores de la economía; ya que todos tienen que ajustarse el cinturón para pagar más al llenar el tanque. Conclusión, con la excusa de salvar unos miles de empleos se termina ahogando otras actividades y dejando a otras decenas de miles sin trabajo.

Sumemos otro ejemplo de cómo encarecer la Argentina,  la propuesta de obligar a los supermercados a dedicar un porcentaje de las góndolas a productos regionales, como hacen en Ecuador (¿un país a imitar por su progreso y desarrollo?). Si es para bajar los precios, es una medida absurda. Si esos bienes no están en la góndola, es precisamente porque es caro ponerlos allí. Por lo tanto, no hay forma que el aumento de los costos de comercialización de la cadena termine bajando los precios. Si el fin es que se promuevan las producciones regionales, es distinto. Ese instrumento puede servir para ello; pero aumentará el costo de intermediación y, por ende, los argentinos deberíamos asumir que pagaremos más caro lo que se vende en los supermercados. Este es el tipo de “mágicas” medidas arbitrarias que abundan actualmente y que si queremos desarrollarnos, debemos desmantelar, no incrementar.

Por último, el día que alguien investigue la cantidad de regulaciones innecesarias, tasas municipales absurdas e impuestos provinciales y nacionales astronómicos que cargan sobre todo el aparato logístico y de comercialización de la Argentina, entenderemos por qué pagamos lo que pagamos los argentinos en las góndolas. Hasta que no exijamos que se desmantele esta maraña de prebendas, de excesos de regulaciones absurdas y se busque un estado eficiente que podamos pagar, nos tendremos que conformar con ingresos de bajo poder adquisitivo.